
Había llegado la hora y no había vuelta atrás. Un paso firme y decidido escondía su miedo y su angustia. Alzó la cabeza y dibujó en su cara el semblante que se esperaba de él. Así, borró con firmeza la mueca de miedo que sutilmente anunciaba el pánico que paralizaba sus piernas. Digno, gallardo y valiente inició su caminar. El sombrío edificio escondía deliberadamnente el sol que había castigado su cuerpo una hora antes. Ahora, sin embargo, un ambiente gélido azotaba con saña las lágrimas que rabiosamente encarcelaban sus ojos. Qué sería de él a partir de ese instante. Qué malvada tortura le depararía el destino.
Le separaban pocos metros de aquella maldita sala catorce, aunque el siniestro pasillo se le antojaba un abismo al mismísimo Averno. El frío se hacía más intenso a medida que se adentraba en las fauces de aquella fortaleza y el color rojo que lo invadía todo, anticipaba de manera cruel la atrocidad que estaba a punto de cometerse. En pocos segundos recordó los acontecimientos que, de manera inexplicable, le habían llevado allí. Cuál había sido su error, se preguntaba, qué gran pecado le hacía merecedor de tan fatal desenlace. Sabía que iba derecho a su perdición pero había dado su palabra y en esos momentos dramáticos era lo único que no estaba dispuesto a perder. De nada sirvieron sus súplicas ni sus ruegos. Era consciente de que su destino le había puesto ante una disyuntiva dramática. Si hacía lo que le pedía su orgullo, conservaría su cordura, el prestigio labrado durante años, el honor nunca mancillado. Pero el precio que pagaría a cambio sería excesivo: sacrificaría el respeto de los suyos y lo que es peor, la palabra a la que jamás había faltado carecería de todo valor.
Entró en la sala y divisó el patíbulo que le esperaba ansioso. No se sorprendió al ver allí a otros pobres desgraciados incautos que como él habían sido víctimas de las mismas artes y ahora pagaban ese precio tan elevado y tan injusto. Se colocó y suspiró con amargura. Lentamente, aquel antro se sumió en una tétrica oscuridad. Cerró los ojos, esperando quizá un milagro en el último momento, un ápice de piedad, un oído para su lamento. Pero fue en vano. Unas siluetas de color fucsia sangre se lo anunciaron con la mayor de las crudezas: Bratz, la Película.
Qué duro es ser padre a veces.