El bibliotecario abrió la caja esbozando un fastidio pues ya empezaba a ser tarde y quería irse pronto a casa para cenar. No le gustaba la política del director que le obligaba a archivar y comprobar todas las donaciones que recibían. Es cierto que en ocasiones llegaban auténticos tesoros escondidos en la colección personal de algún erudito, que al morir, legaba sus libros a la Biblioteca para que sus herederos no hiciesen un mal uso de ellos. No obstante, lo normal era recibir colecciones, sin valor alguno, de novelas que ya estaban catalogadas en su centro y que le obligarían a listar para probar fortuna en el intercambio con otras bibliotecas con las que mantenían contactos mensuales. Si algo le fastidiaba era cambiar libros a peso, tal y como hacían en muchas ocasiones, pues lo habitual era que el contenido de estos trueques fuesen obras ya repetidas y que nuevamente deberían incorporarse al eterno proceso de volverlas a cambiar.El fardo que había recibido era bastante grande y pesaba mucho. Dos hombres, con mucho esfuerzo, lo habían dejado en el sombrío cuarto donde trabajaba. Un lugar demasiado oscuro para la tarea que allí se realizaba, desordenado al extremo y alumbrado por una lámpara colgante que proyectaba su luz justo sobre la mesa donde gravitaba la donación del día.
Al abrir la caja, empezó a sacar los primeros volúmenes. Aparecieron algunas novelas repetidas hasta la saciedad en las estanterías del cuarto. Por un lado se alegró, pues eso le evitaría bastante trabajo al día siguiente, pero por otro sintió una rabia enorme por verse obligado a perder el tiempo por hacer algo que se le antojaba inútil. Poco después aparecieron libros que parecían más antiguos e interesantes. Una tabla de logaritmos de un tal F. Callet, sin duda, adquirida en algún anticuario y que habría pertenecido a algún marino, un Tratado de Física datado en 1856 y escrito por un tal A. Ganot, un atlas de Zoología en tres volúmenes enormes con láminas de papel de seda e ilustraciones maravillosas y una edición preciosa del “Principia Mathematicae Philosophiae Naturalis” de Newton con fecha del siglo XIX. Vaya, pensó, un amante de las Ciencias. No era habitual recibir este tipo de libros en una biblioteca de tendencia religiosa pues los donantes de estas obras solían escoger academias o universidades.
Estornudó varias veces a causa del polvo que albergaban los diferentes tomos que iba extrayendo y se sonó con el polvoriento pañuelo que guardaba en su sucia bata azul. Cuando terminó cogió la caja de cartón para llevarla a la basura pero observó que el peso de ésta era mayor que el esperado. Volvió a mirar en su interior y se percató que todavía quedaba un libro. Al cogerlo se dio cuenta que de hecho era una libreta encuadernada con una espiral metálica negra, cuya portada era un cuadro que había visto en alguno de los libros de arte que había catalogado alguna vez y que representaba la mirada serena de una mujer de pelo negro y vestido blanco tocado con un chal rojizo.
Retiró la goma que evitaba que se abriesen las páginas, como tratando de que no se vertiese el contenido que albergaban y empezó a ojearlo. Leyó alguna de las frases que el autor había escrito con letra clara y tinta azul. En primera persona le hablaba a una mujer de gaviotas, de vientos de mar, de momentos robados a lo eterno, de miradas, de suspiros, de noches en vela, de frases secretas, de cartas de amor… Se enfrascó en la lectura y al hacerlo notaba cómo aquellas ordenadas letras cobraban vida, se movían y se introducían en su alma haciéndole sentir una mezcla de dicha y de dolor.
Pasaron dos horas hasta que al fin llegó a la última página. Sólo contenía una frase y una pequeña mancha en medio, como si hubiese caído una gota de rocío que luego se hubiese secado. “Te amo tanto, mi luz, que me duele hasta el alma”.
El bibliotecario suspiró, cerró los ojos mientras una lágrima se deslizaba por su mejilla y caía para acompañar a la que años atrás se había vertido en aquella página para acabar convirtiéndose en testigo perenne de aquella historia perfecta, para terminar siendo el testimonio de aquella eterna historia de amor.