
Siempre le hubiera gustado saber Física. Hablar con las estrellas, descubrir sus secretos, ser inmortal.
Soportando el calor de aquella tarde de Julio, ordenaba con mimo sus libros. Uno a uno, los limpiaba, y los volvía a colocar en aquellas estanterías repletas que demandaban, agónicas, una urgente ampliación.
Tímidamente, emergiendo de aquel caos previo al orden, apareció aquel ejemplar de bolsillo que adquirió cuando aun no contaba con dieciocho años: Sobre la teoría de relatividad especial y general, de Albert Einstein.
Se sentó en su butaca con el delgado libro en sus manos y empezó hojearlo. En la portadilla, con tinta azul y una caligrafía agradable había dejado constancia de su nombre, de una ciudad y de una fecha, Abril de 1985. Sonrió maliciosamente al toparse de nuevo con la página 35. Aquella que, tercamente, semana tras semana, había sido el obstáculo insalvable para comprender el mensaje del sabio alemán. Me costaste mucho tiempo, pensó, pero te vencí.
Depositó suavemente el libro en el estante correspondiente y tras él, otros de Feynman, Hawking, Weinberg,... Le encantaba verlos allí, todos juntos, apoyándose unos a otros, protegiendo y dando testimonio, de la victoria más gloriosa del hombre sobre la oscuridad.
Cogió de nuevo uno de esos ejemplares, quizá su favorito, quizá el más sencillo y por eso, quizá, el libro que más le había hecho pensar en toda su vida: Six easy pieces. Un antiguo billete de tren olvidado, a modo de marca, señalaba algún punto en la obra. Abrió el libro por la página señalada y leyó en voz baja aquellas frases que tanto le habían estimulado en otro tiempo,

"Si, en algún cataclismo, todo el conocimiento científico fuese a ser destruido y sólo una sentencia pasara a la siguiente generación de criaturas, ¿qué frase contendría la mayor información con el menor número de palabras? Yo creo que es la hipótesis atómica (...), que todas las cosas están formadas por átomos (...)."
Respiró profundamente y perdió su mirada en las casas castigadas por el sol de la tarde, que veía desde su ventana. Todo era silencio.
Entonces cogió un lápiz y tachó aquella proposición sentenciada por el Nobel. Después sonrió tiernamente y con improvisadas mayúsculas se atrevió a corregir al sabio escribiendo la frase que, irremediablemente, gobernaba su vida.
Soportando el calor de aquella tarde de Julio, ordenaba con mimo sus libros. Uno a uno, los limpiaba, y los volvía a colocar en aquellas estanterías repletas que demandaban, agónicas, una urgente ampliación.
Tímidamente, emergiendo de aquel caos previo al orden, apareció aquel ejemplar de bolsillo que adquirió cuando aun no contaba con dieciocho años: Sobre la teoría de relatividad especial y general, de Albert Einstein.
Se sentó en su butaca con el delgado libro en sus manos y empezó hojearlo. En la portadilla, con tinta azul y una caligrafía agradable había dejado constancia de su nombre, de una ciudad y de una fecha, Abril de 1985. Sonrió maliciosamente al toparse de nuevo con la página 35. Aquella que, tercamente, semana tras semana, había sido el obstáculo insalvable para comprender el mensaje del sabio alemán. Me costaste mucho tiempo, pensó, pero te vencí.
Depositó suavemente el libro en el estante correspondiente y tras él, otros de Feynman, Hawking, Weinberg,... Le encantaba verlos allí, todos juntos, apoyándose unos a otros, protegiendo y dando testimonio, de la victoria más gloriosa del hombre sobre la oscuridad.
Cogió de nuevo uno de esos ejemplares, quizá su favorito, quizá el más sencillo y por eso, quizá, el libro que más le había hecho pensar en toda su vida: Six easy pieces. Un antiguo billete de tren olvidado, a modo de marca, señalaba algún punto en la obra. Abrió el libro por la página señalada y leyó en voz baja aquellas frases que tanto le habían estimulado en otro tiempo,

"Si, en algún cataclismo, todo el conocimiento científico fuese a ser destruido y sólo una sentencia pasara a la siguiente generación de criaturas, ¿qué frase contendría la mayor información con el menor número de palabras? Yo creo que es la hipótesis atómica (...), que todas las cosas están formadas por átomos (...)."
Respiró profundamente y perdió su mirada en las casas castigadas por el sol de la tarde, que veía desde su ventana. Todo era silencio.
Entonces cogió un lápiz y tachó aquella proposición sentenciada por el Nobel. Después sonrió tiernamente y con improvisadas mayúsculas se atrevió a corregir al sabio escribiendo la frase que, irremediablemente, gobernaba su vida.

Tú eres mi universo.