29 marzo 2007

Duda existente o existencial

Acabo de leer que a un ciudadano suizo le han caído 10 años de cárcel por pintar con un spray, y bajo los efectos del alcohol (el ciudadano, se entiende, no el spray), sobre unos carteles del rey de Tailandia King Bhumibol Adulyadej (vaya nombrecito de enjuague bucal que se gasta el soberano). Parece que le habían pedido 75 años de cárcel pero al declararse culpable y al alegar su estado etílico le han rebajado la pena. No sé, de niño recuerdo haberle dibujado alguna vez bigote y gafas a la majestuosa figura del generalísimo. Incluso una vez le pinté unos pendientes monísimos que para sí querría Agatha Ruiz de la Prada. A ver si me voy a buscar un lío...
El presidente democráticamente elegido de un país llamado Euskadi, se ve obligado a comparecer ante un juez por reunirse con dirigentes de la llamada izquierda abertzale. Yo lo entiendo. A quién se le ocurre querer resolver los problemas hablando. Eso es cosa de británicos y gente de sangre menos caliente, pero aquí en España, las cosas se arreglan como está mandado, esto es, a tortazo limpio.
Me sorprende, eso sí, que a ciertos “magos” de las ondas como a don Fedeguico Jiménez-Losantos, se le aplaudan lindezas del estilo “Zapatero sólo habla con terroristas, maricones y catalanes. A ver cuándo lo hace con gente normal..." ¿Sabrá este “genio” quién es la gente normal?

Con estos precedentes y visto el revuelo que ha montado la derechona española a raíz de los 80 céntimos del café del presidente, dejando a un lado, eso sí, la cotización del ladrillo y del metro cuadrado de campo de golf o de urbanización de lujo en terrenos protegidos, me ha asaltado una duda existencial (no sé cómo son las dudas no existenciales). En mi trabajo el café cuesta 40 céntimos y a veces digo “caca, culo y pis”. ¿Me van a enchironar? Si es así, ¿alguien sabe si en la cárcel televisan el partido del Plus?

27 marzo 2007

Lágrimas de papel

El bibliotecario abrió la caja esbozando un fastidio pues ya empezaba a ser tarde y quería irse pronto a casa para cenar. No le gustaba la política del director que le obligaba a archivar y comprobar todas las donaciones que recibían. Es cierto que en ocasiones llegaban auténticos tesoros escondidos en la colección personal de algún erudito, que al morir, legaba sus libros a la Biblioteca para que sus herederos no hiciesen un mal uso de ellos. No obstante, lo normal era recibir colecciones, sin valor alguno, de novelas que ya estaban catalogadas en su centro y que le obligarían a listar para probar fortuna en el intercambio con otras bibliotecas con las que mantenían contactos mensuales. Si algo le fastidiaba era cambiar libros a peso, tal y como hacían en muchas ocasiones, pues lo habitual era que el contenido de estos trueques fuesen obras ya repetidas y que nuevamente deberían incorporarse al eterno proceso de volverlas a cambiar.
El fardo que había recibido era bastante grande y pesaba mucho. Dos hombres, con mucho esfuerzo, lo habían dejado en el sombrío cuarto donde trabajaba. Un lugar demasiado oscuro para la tarea que allí se realizaba, desordenado al extremo y alumbrado por una lámpara colgante que proyectaba su luz justo sobre la mesa donde gravitaba la donación del día.
Al abrir la caja, empezó a sacar los primeros volúmenes. Aparecieron algunas novelas repetidas hasta la saciedad en las estanterías del cuarto. Por un lado se alegró, pues eso le evitaría bastante trabajo al día siguiente, pero por otro sintió una rabia enorme por verse obligado a perder el tiempo por hacer algo que se le antojaba inútil. Poco después aparecieron libros que parecían más antiguos e interesantes. Una tabla de logaritmos de un tal F. Callet, sin duda, adquirida en algún anticuario y que habría pertenecido a algún marino, un Tratado de Física datado en 1856 y escrito por un tal A. Ganot, un atlas de Zoología en tres volúmenes enormes con láminas de papel de seda e ilustraciones maravillosas y una edición preciosa del “Principia Mathematicae Philosophiae Naturalis” de Newton con fecha del siglo XIX. Vaya, pensó, un amante de las Ciencias. No era habitual recibir este tipo de libros en una biblioteca de tendencia religiosa pues los donantes de estas obras solían escoger academias o universidades.
Estornudó varias veces a causa del polvo que albergaban los diferentes tomos que iba extrayendo y se sonó con el polvoriento pañuelo que guardaba en su sucia bata azul. Cuando terminó cogió la caja de cartón para llevarla a la basura pero observó que el peso de ésta era mayor que el esperado. Volvió a mirar en su interior y se percató que todavía quedaba un libro. Al cogerlo se dio cuenta que de hecho era una libreta encuadernada con una espiral metálica negra, cuya portada era un cuadro que había visto en alguno de los libros de arte que había catalogado alguna vez y que representaba la mirada serena de una mujer de pelo negro y vestido blanco tocado con un chal rojizo.
Retiró la goma que evitaba que se abriesen las páginas, como tratando de que no se vertiese el contenido que albergaban y empezó a ojearlo. Leyó alguna de las frases que el autor había escrito con letra clara y tinta azul. En primera persona le hablaba a una mujer de gaviotas, de vientos de mar, de momentos robados a lo eterno, de miradas, de suspiros, de noches en vela, de frases secretas, de cartas de amor… Se enfrascó en la lectura y al hacerlo notaba cómo aquellas ordenadas letras cobraban vida, se movían y se introducían en su alma haciéndole sentir una mezcla de dicha y de dolor.
Pasaron dos horas hasta que al fin llegó a la última página. Sólo contenía una frase y una pequeña mancha en medio, como si hubiese caído una gota de rocío que luego se hubiese secado. “Te amo tanto, mi luz, que me duele hasta el alma”.
El bibliotecario suspiró, cerró los ojos mientras una lágrima se deslizaba por su mejilla y caía para acompañar a la que años atrás se había vertido en aquella página para acabar convirtiéndose en testigo perenne de aquella historia perfecta, para terminar siendo el testimonio de aquella eterna historia de amor.

18 marzo 2007

¡Tigre!

Hace unos años emitían un programa en la televisión en el que a un concursante se le sometía a serie de pruebas de destreza y de habilidad. Mientras el concursante, a toda velocidad, se deslizaba por toboganes, hacía mezclas imposibles, con harina, aceite de linaza y esmalte de uñas, se afanaba en introducir bolas por un agujero habiéndolas cogido con una cuchara y mil perrerías por el estilo, una voz de ultratumba le iba haciendo, de vez en cuando alguna pregunta de eso que llaman “cultura general”. Recuerdo que en una ocasión un concursante contestaba, fuese cual fuese la pregunta, con un contundente “¡Tigre!”. ¿En qué lugar se construyó el templo de Artemis, tercera maravilla del mundo? ¡Tigre!, ¿cómo se llama el pintor del famoso cuadro “El grito”? ¡Tigre!, Marte tiene dos lunas, Deimos y… ¡Tigre!
Supongo que su estrategia era no pensar demasiado y esperar a que la respuesta se adecuase a la pregunta. Si le hubiesen preguntado, qué animal es Shere Khan en el Libro de la Selva o cómo se llama el salto ese, que todos los hombres dicen que han hecho, pero que no ha hecho ninguno, pues habría acertado de chiripa y eso que tenía ganado.
El caso es que me hizo gracia eso del ¡Tigre! y reconozco que alguna vez lo he usado, eso sí, ante la perplejidad de la persona que hablaba conmigo.
Ayer lo usé otra vez ante un especimen de una nueva especie que acecha en nuestras vidas. Me estoy refiriendo al ¡Superpapi!
Seguramente conoceréis a las supermegamamis. Sí, ya sabéis, son esas señoras, con una eterna sonrisa en su rostro, irradiando una envidiable felicidad, un peinado digno del mismísimo Calatrava, ajenas a todo lo que no sea el moquito del nene, con unas cuerdas vocales que le impiden exceder un determinado número de decibelios cuando le hablan a su hijo y capaces de justificar la patada del angelito al pobre señor del bastón con un “es que le encanta jugar al fútbol”. Son señoras muy diferentes a las que abundan en mi entorno, mujeres que se cansan, que de vez en cuando están de malhumor, que en ocasiones, pensando en la última trastada de sus retoños, miran resignadamente al techo y con los dientes apretados murmuran un “¡Herodes vuelve!” o que de vez en cuando les sueltan “¡Me defeco (por no decir otra cosa) en la madre que te parió!
Si bien la figura de la supermegamami está muy estudiada, creo que faltan estudios serios sobre el superpapi y habría que hacer algo al respecto. Ese señor es fácilmente reconocible porque suele estar emparejado con una supermegamami, se anuda al cuello un suéter de color rosa, blanco o beige, viste ropa de marca, conduce un coche tres veces más ancho que el utilitario de la gente normal (para que le quepa el último modelo de la turbosillita plegable con airbag chichonero, hilo musical Disney Channel y tapizada en terciopelo pakistaní), se sabe de arriba a abajo las obras completas del “Ser padres hoy” y vive permanenteme pegado al móvil para hacerle preguntas a su pareja sobre el adiestramiento (ups, perdón) quise decir educación de su niño.
A mí me dan un poco de pena. Mientras los otros padres, en el parque, empujamos el columpio de la niña, leemos una novela, o el periódico, el superpapi se está leyendo “Cómo hablar de sexo con tus hijos”. A veces he estado tentado de sugerirle, que ya habrá tiempo de eso, que su hijo tiene dos años y que si ahora le habla de sexo, ¿de qué le hablará cuando tenga cinco? ¿de Mecánica Cuántica? ¿de Física de Altas Energías?
Es interesante ver el comportamiento de esta especie cuando a lo lejos se divisa a su mujer. En ese momento traga saliva y empieza a repasar mentalmente el “parte de bajas”. Así, mientras los padres normales reciben a su pareja con un beso y un “¿cómo ha ido el día? ¿te has acordado de comprar el pan?”, el superpapi, sin percatarse de que el peinado de su mujer sigue impecable y sin mediar saludo alguno, le enumera cronológicamente cada una de las efemérides de la jornada: a qué hora ha hecho pipí (los niños de los superpapis no hacen pis, hacen pipí), cuánta merienda (en gramos) ha ingerido, los minutos y segundos que le ha durado el último berrinche y el número de veces que ha intentado que memorizase el nombre de todos los niños de su clase mientras el angelito se esmeraba en arrancarle las alas a una mariposa.
Ayer tuve la suerte de hablar con un superpapi. ¡Qué estrés llevaba encima el pobre! No paraba de hacerme preguntas (me imagino que aquellas que no se atreve a hacerle a su mujer). El caso es que al poco rato y con la naturalidad que caracteriza a los individuos de esta especie me preguntó ¿Tus hijas comen alimentos probióticos o liofilizados?. Tras unos eternos cinco segundos en los que, de manera heroica, contuve mi carcajada, no pude evitar contestarle con un sonoro ¡Tigre!
Pobrecillo, acto seguido cogió el móvil y llamó a su mujer para decirle que tenía serios indicios de que el tigre era apto para la dieta de los niños.

Imagen: Jordi Labanda

12 marzo 2007

La calle

“Se piensa” rezaba el letrero situado encima de aquella tienda singular.
La calle de los tenderos silenciosos era un regalo para el visitante. Toda blanca, con balcones de flores y grandes ventanales de colores por donde el sol de la fresca y radiante mañana acallaba el silencio de la noche.
No salía en los mapas, ni en las guías. La calle estaba allí para aquel que supiera encontrarla y se encondía del bullicio, del ruido y de la ostentación.

Se cosen botones, Se vende vino para charlar, Se escriben poemas, Se cambian palabras. Cada tienda con su pequeño cartel de letras primorosamente trabajadas anunciaba su actividad e invitaba al transeúnte a entrar, a husmear, a degustar, a escuchar la nada de aquella calle maravillosa.
Pero el visitante sentiría curiosidad por la primera, por la más espléndida, la más escondida, la más misteriosa. Movería el pomo de aquella puerta blanca, atravesaría las cortinas de cuentas de cristal y con parsimoniosa cautela pasaría bajo el letrero del “Se piensa” para saber el tipo de mercancía que allí se ofrecía al comprador. ¿Acaso ideas? ¿acaso recuerdos? ¿acaso anhelos?.

Y después unos ojos bellos y una sonrisa blanca le dirían ¿dormías?. Quizá soñabas. Y él contestaría. “No. Pensaba. Te pensaba”.

04 marzo 2007

La fórmula de Dios

Su vida entera había sido un constante ejercicio de superación, una carrera sin tregua contra él mismo sin reparar nunca en esos momentos de pausa que permiten contemplar el camino recorrido.
Sentado en aquella cervecería degustaba una caña bien tirada mientras observaba con curiosidad los gestos de una pareja de jóvenes que estaban sentados frente a él. Ella jugueteaba distraídamente con su teléfono móvil, indiferente a lo que su acompañante le decía. En la mesa de al lado, un hombre de aspecto agradable garabateaba figuras y símbolos en unas finas servilletas de papel con un bolígrafo transparente. De reojo, con cierta curiosidad, intentó saber lo que escribía aprovechando el ensimismamiento de éste. 
Le pareció adivinar alguna frase, algún diagrama pero le llamó la atención lo que le pareció una sencilla fórmula, una ecuación o algo así, escrita en color negro bajo la cual, con letras mayúsculas, se leía claramente “Fórmula de Dios”. En ella, aparecían cuatro números, de hecho, tres letras, cuyo significado recordaba vagamente de su época de estudiante,dos signos y el número uno.
El hombre paró de escribir, le miró esbozando una sonrisa mientras se ajustaba las gafas y con voz suave le dijo, es bella, ¿verdad?. Ligeramente ruborizado al verse sorprendido en su fugaz intromisión contestó más por cortesía que interés, ¿qué significa?. El hombre sonrió de nuevo, dio la última calada a su cigarrillo y retorciéndolo en el cenicero lo apagó liberando en el ambiente un agradable olor a tabaco indio. Giró su cabeza y con voz parsimoniosa y la mirada ligeramente vidriosa inició su relato. 
Esta se conoce como la fórmula de Euler. En ella aparecen los números más importantes de las cuatro áreas principales de las Matemáticas, de la que dicen que es la reina de las Ciencias y del Saber. El número e por el Análisis, el número pi, por la Geometría, el número i (la unidad imaginaria) por el Álgebra y el número -1 por la Aritmética. Cada uno de ellos, por separado, desempeña su papel en el universo y en el porqué de las cosas, pero saben que están relacionados de esta forma tan simple y tan bella. 
Cuenta la leyenda que Dios quedó fascinado ante el descubrimiento de esa identidad, que entendió que la perfección de su obra se había visto superada por la sencillez con que esas constantes tan singulares se habían relacionado entre sí. Por ello creyó que debía hacer partícipes a los hombres de esta verdad para hacerlos mejores y más sabios. Buscó entre los mejores cerebros de la Tierra y decidió finalmente inspirar al gran Euler en sus sueños para que fuese él quien la redescubriera. 
¿Sabe? Para muchos esta fórmula no es más que algo útil para hacer Ciencia, para desarrollar tecnología, para facilitar las telecomunicaciones,... Para mí es algo más. Para mí representa la esencia de la perfección. Quien la ha visto una vez, ya no puede olvidarla.
Él escuchó atónito esas palabras y se preguntó cómo era posible que alguien viese algo hermoso en una simple relación entre números. Bohemio loco, pensó. 
El hombre buscó unas monedas en su bolsillo que depositó una a una sobre la mesa, recogió sus papeles salvo aquel donde había escrito esa fórmula, se puso su chaqueta y le dijo, “debo irme”. Se puso de pie y al poco cuando apenas había recorrido dos metros se dio la vuelta y le dijo “Créame amigo, la perfección existe, lo difícil es darse cuenta de ello”. 
Él observó su salida, dirigió su mirada hacia aquel trozo de papel y tras pensarlo unos segundos, tras darse cuenta de lo que aquello podía significar, apuró su cerveza, cogió su teléfono móvil... y la llamó.
 

Sample text

Sample Text

Sample text

 
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...